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¿Qué pasó después del 4 de julio? La paz de París que cambió el mundo.

The signing of the Treaty of Paris
The signing of the Treaty of Paris

En un salón iluminado por velas en el número 56 de la rue Jacob, en el corazón de la Rive Gauche parisina, las paredes vibraban con un silencioso zumbido revolucionario. Esta no era una dirección cualquiera; antaño fue la residencia privada de Mathurin Livry, amigo de la causa estadounidense. El Hôtel d'York se había convertido en la sede informal de Benjamin Franklin y sus colegas comisionados. El aroma a cera de abejas, tabaco y triunfo flotaba en el aire mientras los aliados estadounidenses, franceses y europeos se inclinaban sobre una desgastada mesa de roble, una que, en cuestión de horas, soportaría el peso del futuro de una nación naciente.


¿Pero cómo llegamos hasta aquí?


Tan solo unos años antes, en el verano de 1776, las colonias americanas declararon algo radical: que ya no se inclinarían ante un rey. El 4 de julio de 1776, tras años de crecientes tensiones, impuestos injustos y la mano dura del dominio británico, el Congreso Continental adoptó la Declaración de Independencia. Redactada por Thomas Jefferson y revisada por un comité decidido que incluía a Franklin, Adams y Jay, el documento hizo más que simplemente anunciar una ruptura política. Desencadenó una revolución moral. Declaró que todos los hombres son creados iguales y que los gobiernos derivan su poder del consentimiento de los gobernados.


Ese valiente acto de desafío dio origen al Día de la Independencia, una celebración del primer aliento de la libertad en Estados Unidos. Pero la declaración por sí sola no lo hizo realidad. Las colonias tuvieron que luchar por ella, contra la nieve, el hambre, la traición y el derramamiento de sangre, en campos de batalla desde Saratoga hasta Yorktown.


Era el otoño de 1782, y aunque el humo de los mosquetes aún persistía en las colonias, la paz comenzaba a gestarse, no en el campo de batalla, sino en este salón parisino. Tras casi ocho años de guerra, los artículos preliminares de paz entre Estados Unidos y Gran Bretaña estaban a punto de firmarse. Estas negociaciones, la base del Tratado de París de 1783, marcarían la primera victoria diplomática de Estados Unidos a nivel mundial.

Benjamin Franklin, el estadounidense más querido en Francia, estaba sentado con las gafas bajas, sonriendo al oír el crujido del pergamino recién entintado. Con él estaban John Jay y John Adams, dos mentes agudas y fervientes defensores de los intereses estadounidenses. Al otro lado de la mesa, la presencia de Lafayette se hizo sentir en espíritu, aunque no estuvo físicamente presente en la firma. Su anterior valentía en las batallas de Estados Unidos y su incansable defensa en la corte real francesa habían sido fundamentales para asegurar el apoyo militar, financiero y diplomático de Francia.


Tras estos hombres se alzaba un mosaico de patriotas, inmigrantes, intérpretes, filósofos y pensadores transatlánticos. El ministro de Asuntos Exteriores francés, Charles Gravier, conde de Vergennes, había trabajado incansablemente entre bastidores, orquestando no solo la entrada de Francia en la guerra tras la batalla de Saratoga, sino también ayudando a los estadounidenses a conseguir condiciones favorables.


Y en esa pequeña habitación de la rue Jacob, resonaba su influencia. Mientras un impresor irlandés asentía al ritmo de un cartógrafo prusiano, un comerciante escocés alzaba su copa junto a un financiero judío de Ámsterdam, posiblemente inspirado por la obra de Haym Salomon, un inmigrante judío de origen polaco que desempeñó un papel crucial en la financiación de la Revolución Americana. Como corredor financiero, facilitó préstamos, gestionó fondos y utilizó su patrimonio personal para apoyar al Ejército Continental. Muchos habían huido de monarquías y guerras, pero aquí, en Francia, habían contribuido a forjar una república.


“Éste”, dijo Franklin, levantando su copa de Burdeos, “es el precio y el premio de la unidad”.

Se habían unido no sólo para poner fin a una guerra, sino para dar a luz una idea: que la libertad, incluso cuando era frágil, podía burlar a los imperios si era encendida por suficientes corazones, sin importar su lugar de nacimiento, idioma o credo.


Afuera, como cada noche, los faroles de la rue Jacob titilaban como estrellas celebrando desde abajo. Los parisinos brindaban por los estadounidenses en los cafés de la rue Saint-Benoît y el bulevar Saint-Germain, los músicos tocaban en los callejones estrechos y los vendedores de periódicos gritaban titulares a través del empedrado. La libertad, como gran riesgo, por fin había encontrado un segundo hogar en Francia.


Entre mis veinte y treinta años, vivía a pocas manzanas de allí, en el número 5 de la rue des Canettes, en Saint-Germain-des-Prés. Durante años, casi a diario, lloviera o hiciera sol, pasaba por el número 56 de la rue Jacob en mis paseos matutinos por el Sena. Cada vez, me detenía, a veces brevemente, a veces más tiempo, contemplando la placa conmemorativa que lleva los nombres de aquellos incansables constructores de la nación aquel día, con una silenciosa reverencia. Esa modesta puerta albergaba un destello oculto de historia, y nunca pasaba por allí sin un momento de profunda apreciación retrospectiva y asombro. Me recordaba cómo el futuro siempre depara lo desconocido, como lo hizo para aquellos hombres fieles en 1782, tinta sobre pergamino, corazones encendidos por una esperanza desenfrenada.


El Tratado de París se firmaría formalmente en septiembre de 1783 en el Hôtel d'York de París, pero fue allí, en el número 56 de la rue Jacob, donde se selló la paz el 30 de noviembre de 1782, el verdadero momento en que el mundo comenzó a reconocer a Estados Unidos como nación independiente.


Y cuando se secó el último trazo, no vitorearon con solemnidad... bailaron alegremente, desparramándose por los pasillos, derramándose vino en los puños y quizás abrazándose con alegre incredulidad. El experimento estadounidense había sobrevivido. La sangrienta guerra de ocho años estaba a punto de terminar. Y el mundo había cambiado para siempre.


La revolución se había librado con sangre, sí… pero ahora se estaba sellando con alegría.


Y al celebrar el Día de la Independencia cada año, con fuegos artificiales, desfiles y canciones patrióticas, vale la pena recordar lo que realmente se declaró ese día: ya no nos inclinaríamos ante un rey, y que todos los hombres son creados iguales. Esa audaz idea encendió una llama a través de los continentes y llevó una frágil esperanza a través de océanos y campos devastados por la guerra. Nunca estuvo destinada a ser olvidada.


Como dijo una vez el filósofo George Santayana: «Quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo». Ojalá los estadounidenses no solo recuerden, sino que aprendan, reflexionen y se levanten para proteger la libertad, la dignidad y la unidad que aquellos hombres en aquella tranquila sala parisina lucharon por conseguir. Nuestro futuro depende de ello.


~ Christopher Harriman, presidente y director ejecutivo

 
 
 

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